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Después de la entrevista cogí un taxi y me fui directa a casa. La verdad es que el no haber dormido esa noche y el ajetreo de la mañana me habían dejado exhausta. Necesitaba comer algo y echarme un rato. Cuando salí del bar llamé a Silvia para contarle como había ido todo pero me dijo que tenían un lío tremendo en el trabajo, concretamente por un subnormal que había bloqueado el servidor de no sé qué, palabras textuales, y no podría escaquearse hasta esa noche, pero que no me salvaba de una cena en nuestro japonés favorito. Si Silvia hablaba de cenar fuera, ya daba por hecho que las copas de después tampoco iban a faltar, así que mejor que me echase una siesta o directamente no iba a aguantar ni el primer chupito.
Cuando el taxista me dejó delante del portal y después de pagarle, me bajé del coche y me acerqué a la puerta mientras buscaba las llaves en el bolso. Malditos bolsos… da igual lo pequeños que sean, que las llaves siempre estarán escondidas en el fondo. Iba tan concentrada buscándolas que casi me tropiezo con una bolsa de basura que estaba estratégicamente colocada en el escalón del portal. ¿A quién se le ocurriría…? Tampoco es que necesitase gafas, pero tuve que mirar una segunda vez ese bulto en la acera para darme cuenta de que de bolsa tenía lo que yo de monja. Era un precioso Labrador negro, un cachorro de pocos meses. Estaba totalmente quieto observándome con carita triste. Miré a ambos lados de la calle buscando a su dueño pero no vi a nadie que pareciese preocupado por su mascota perdida.
Me acerqué al animal y lo acaricié. No parecía desconfiar, se puso boca arriba al instante para que le rascase la tripa. Tampoco parecía mal cuidado ni maltratado, así que supuse que se le habría escapado a alguien mientras lo paseaba.
– Hola precios… a – me fije en que era una perrita – ¿Qué haces aquí solita?
No podía dejarla allí, así que me agaché a cogerla y la subí a casa. No dejó de lamerme la cara hasta que la volví a dejar en el suelo. Era una ricura. Se puso a corretear por toda la casa, olfateando y sin parar de mover la colita.
Dejé el bolso y la chaqueta en el mueble de la entrada, me quité los zapatos y me fui directa a mi habitación a ponerme cómoda. La perrita me siguió y se sentó a observar cómo me cambiaba.
– ¿Qué tal si te damos algo de comer? Sí, ¿verdad?
Creo que hasta me entendió, porque se fue directa a la cocina y se volvió a sentar sobre sus patitas, esta vez delante del frigorífico.
– Pues sí que eres lista tú…
Abrí uno de los armarios y saqué un bol, le serví un poco de leche y se lo puse delante. No dudó ni dos segundos. Yo sonreí casi sin querer. Hacía mucho que no tenía una preciosidad como esa conmigo. De pequeña siempre había querido tener un perro, pero mi madre nunca me había dejado. Decía que no lo podríamos cuidar como se merece, porque mientras ella trabajaba y yo estaba en clase nadie podría atenderlo. Y tenía razón. Siempre la tenía.
Ya que estaba en la cocina, me preparé un sandwinch para comer, cogí una cerveza fría de la nevera y me fui al sofá para dejar que la perrita comiese tranquila. Encendí la televisión y busqué una de esas series que repiten una y mil veces, pero que tanto me gustan. Nunca me cansaba de verlas, aunque ya supiese como iba a terminar ese capítulo. Era una forma de no sentirme sola en casa, más que de entretenimiento. Conoces los personajes, las voces ya son familiares y si te pierdes algo, da igual, porque ya sabes el final.
Creo que no tardé mucho en quedarme dormida. Los ladridos de la pequeñaja acompañados de unos pequeños lametones en la oreja, y el sonido del móvil me despertaron. No sé cómo, pero se las había ingeniado para subirse al sofá y acurrucarse a mi lado. Me levanté a coger el teléfono, era Sofía.
– ¡Hola Amy! Perdona que te moleste. ¿Te pillo en mal momento?
– No, no. No te preocupes. Creo que me había quedado dormida. Dime. ¿Ha pasado algo con lo de la entrevista, te falta algo o…? – cuando salimos del bar me dijo que me mantendría informada sobre la fecha de publicación del artículo y que hablaríamos pronto, pero no pensaba que se refería a esa misma tarde.
– Está todo más que bien. Sólo llamaba para avisarte de que en septiembre tendrás la revista en tu casa. Estamos seleccionando el contenido de los próximos meses y hemos decidido incluir tu artículo en el número de ese mes. Pero…
– ¿Hay un pero? Dime que no me tienes que hacer más fotos o algo así. Ya sé que no soy muy fotogénica pero lo que hay es lo que ves, yo…
– ¡Para, para, PARA! Las fotos han salido perfectas, boba. Que por cierto saliste monísima en todas. Aunque sí necesitamos más fotos, fotos de tu trabajo, unas exclusivas si puede ser. ¿Qué me dices? Con que me las mandes a principios de agosto es suficiente.
– ¡Claro, sin problema! Lo que tú me pidas, estaré encantada.
– ¡Genial! Todo arreglado entonces. Verás que bien va a quedar todo, sé que te gustará.
Cuando colgué me quedé pensando en qué fotos podría hacer que fueran especiales, que dijeran mucho de mí, que me definieran, pero sin desvelarlo todo. No me gustaba dejar al descubierto esa parte de la que yo misma a veces me escondía. Esa parte que ocultaba al resto del mundo, porque la vida me había enseñado que lo diferente suele dar miedo, y ese miedo a veces también produce rechazo.
Justo entre mis pensamientos y los ladridos de bienvenida nos encontró Silvia al abrir la puerta. Se quedó mirándonos con cara de no saber qué hacía un perro en su casa, primero a la humana, después al animal.
– ¡Sorpresa! – no supe que otra cosa decirle, pero su sonrisa me dijo que no estaba enfadada.
– Sólo dime una cosa, ¿desde cuándo tenemos… perro? – preguntó mientras cogía a la perrita y le hacía carantoñas.
– Perra.
– Vale. ¿Desde cuándo tenemos perra?
– Pues… supongo que todavía no la tenemos. Me la encontré al llegar a casa en el portal y no pude dejarla allí solita. Tendremos que poner un anuncio, por si alguien la está buscando. Es demasiado pequeña para que ya tenga el chip, y no tiene collar… así que si nadie la reclama…
– Nos la quedamos.
– ¿Estás segura, Silvia? Yo… bueno, a mi me gustaría, la verdad. Pero nos va a dar un trabajo que ya verás. Comida, veterinario, bañarla, pasearla… madrugones y meadas por casa…
– Tú siempre intentando verle el lado bueno a todo. Anda que… Que sí, que te dejes de tanta excusa. No hace falta ni que me hagas la pelota. Nos la quedamos. ¿Pero tú has visto que cosita más bonita? – dijo sin quitarle los ojos de encima a la perra. Era peor que yo con los animales. Si por ella fuera, teníamos la casa llena de animales abandonados. Algo así como una granja en un piso. – ¿Has pensado algún nombre?
– ¿Nombre? – la verdad es que sí se me había pasado alguno por la cabeza – Yo creo que mientras no sepamos si nos la vamos a poder quedar o no, es mejor… – no me dejaba acabar ni una frase, madre mía ¡qué mujer!
– Pero mientras la tendremos que llamar de alguna forma, ¿no? Lo de chucho no creo que le guste mucho. – dijo, más hablando con el animalillo que conmigo. La perrita levantó las orejas, y dio por hecho que eso era un no – ¿Ves? No le gusta.
– ¡Vale, vale! Luna. La llamaremos Luna. – dije, acercándome a esa bolita de pelo negro para acariciarla – ¿Ese nombre te gusta, preciosa?
– Luna… ¿como la niña del cuento que te contaba tu madre? – asentí – A mi sí, y por el lametón que te ha dado, yo diría que a ella también. ¡Bienvenida a la familia Luna!
Nos pasamos largo rato jugando con la perrita mientras le contaba cómo me había ido lo de la revista y ella me explicaba un poco lo que le había pasado en el trabajo. Pero a eso de las 9, Silvia se levantó como un resorte.
– ¡Amy, que llegamos tarde! ¡Mierda! Se me había olvidado por completo lo de la reserva.
– ¿En el japonés? Lo dejamos para otro día, Sil. Tenemos a Luna en casa y no la podemos dejar sola. No querrás llegar a casa y ver tu ropa llena de babas y tirada por todos lados.
– No empecemos con excusas, que nos conocemos. Mucho hoy no quiero salir y después te tengo que sacar de los locales a la fuerza porque no te quieres ir. A la peque no le pasará nada, y si estás más tranquila la dejamos con Luci para que no esté sola y de paso se hacen compañía la una a la otra.
Luci era nuestra vecina. Una anciana encantadora, que vivía en la puerta de en frente. Vivía sola aunque su hija la venía a visitar a menudo. Era muy atenta y nos mimaba como si fuésemos sus nietas. Que sí croquetas por aquí, que si unas lentejitas por allá, que si tartas caseras, que si galletas recién hechas… creo que era la culpable de que mi culo pareciese crecer por momentos, alimentado por sus ricos postres.
Como era de esperar, se alegró mucho de que contásemos con ella para dejarla de niñera de nuestra nueva compañera de piso.
– ¡Id tranquilas, niñas, y pasadlo muy bien! A ver quién de las dos se trae un buen morenazo a casa que mañana por la mañana me venga a arreglar el grifo de la ducha.
– Seguro que Silvia, Luci. Esta chica es una cabeza loca.
– De algo hay que morir, aunque sea de meneitis. – es que no se podía estar callada.
– Muchas gracias Luci, mañana por la mañana me paso a buscarla y le echo un ojo a ese grifo, ya verás como en nada te lo arreglo. – le di un beso en la mejilla y Silvia y yo nos fuimos a preparar para esa gran noche, como ella la había llamado. Yo no tenía muy claro que fuese a ser así.
La reserva era para las 10, pero llegamos bastante más tarde. Menos mal que los del restaurante ya nos conocían y no nos pusieron problemas. Nos sentamos en una mesa al estilo japonés, donde te tienes que poner rodillas, un tanto incómodo si no estás muy acostumbrado, por eso casi siempre acabábamos con las piernas cruzadas, y eso cuando llevabas falda era un pelín complicado. Pedimos de todo, y sobre todo mucha sangría de champán. Así salíamos siempre de allí, ¡burbujeando!
– Creo que lo de traer un vestido tan corto para sentarme aquí – señaló la mesa – no ha sido muy buena idea.
Silvia se había puesto un vestido de brillos dorados, muy ajustado y corto, con un escote por la espalda de infarto. Le quedaba perfecto. Con ese tono de piel moreno y su pelo castaño claro con mechas de un tono más oscuro, parecía una modelo de revista. No era extremadamente alta, pero los taconazos que casi siempre llevaba la hacían destacar todavía más si cabe. Y si te parabas en su carita de niña buena y esos ojazos castaños tan grandes y vivaracho, nadie te salvaría de sus redes. Así los tenía a todos babeando por sus huesos. Y ella bien que lo sabía, pero tampoco se lo creía mucho. Eso la hacía todavía más atractiva.
– Para estar mona hay que sufrir. Y hoy has roto el molde. ¿Esperas ver a alguien?
– ¿Ver? ¿A quién? – entornó los ojos haciendo la gracia intentando evitar una sonrisita que al final no puso disimular – Ni que lo de arreglarme un poquito tuviese que tener un motivo con nombre de policía musculoso, macizo y con un culito que madre mía quien lo pillara que casi me pone una multa esta tarde. – lo dijo todo tan de carrerilla que creo que necesité unos segundo extra para asimilar los detalles de esa descripción.
– ¡Lo sabía! – casi tiro la copa de sangría con la emoción del momento – ¿Has quedado con un policía que te ha librado de una multa? Lo tuyo no tiene nombre. A mi si me paran no me libro de pagar, bonita.
– Hay formas y formas de pagar, cariño. – dijo guiñándome un ojo.
Las dos estallamos en carcajadas. Y la verdad que con ganas. Estos eran los momentos que más me gustaban de estar las dos juntas. Momentos en los que desconectas por completo de todas las preocupaciones y pensamientos que rondan tu cabeza, te liberas riendo y hablando de tonterías.
– A ver sí, lo que tú quieras y más, pero te hagas la loca. ¡Cuenta, YA!
– Pues nada. En realidad la culpa fue tuya.
– ¿Cómo que mía? Perdona bonita, pero te bastas y te sobras tu solita para meterte es esos fregados. Lo que no sé es cómo te las arreglas para salir siempre de ellos. – le di otro trago a la sangría. Así a lo tonto ya me estaba animando.
– Pues sí. Resulta que esta mañana, después de dejarte en Gran Vía un coche de policía me paró un poco más adelante, porque había obstaculizado el tráfico o no sé qué. – se tomó su tiempo en llenarse la copa y ya de paso servir dos chupitos de sake antes de continuar – El caso es que cuando don macizo se acercó a mi ventanilla se lo debió pensar mejor y claro, vale más mi compañía que una multa, así que se ofreció a olvidarlo si me tomaba algo con él esta noche.
– ¡La madre que te parió, Sil! Tu naciste con una flor en el culo, que lo sé yo. Y claro está, el tío en cuestión estará buenísimo, fijo.
– Emmm… ¡Bufff! Ya lo verás.
Después de tomarnos los chupitos de golpe y ya animadillas con la de jarras de sangría de champán, nos fuimos al Dlux, el local de copas que inauguraban esa noche y donde Silvia tendría que pagar su dulce condena. La cola para entrar era quilométrica, así que me puse al final y me encendí un cigarrillo mientras la loca de mi amiga intentaba camelarse al portero. Tendría muchas mañas, pero el mastodonte que parapetaba la entrada no tenía pintas de que se fuese a rendir a sus encantos.
Estaba concentrada en el móvil, cuando alguien se colocó detrás de mí, y sentí un escalofrío que no me gustó nada. Me giré para ver de quién se trataba y por qué me había provocado aquella sensación, y me vino a la cabeza la imagen de aquella sombra que había aparecido en mi sueño. Había un hombre mirándome, o eso creía que estaba haciendo, porque la luz de la farola más cercana le daba en la espalda, haciendo que su cara y facciones quedasen en la sombra. Dio un paso hacia donde me encontraba.
– ¿Nos conocemos? – no hubo respuesta. Me estaba poniendo nerviosa. El hombre se limitó en seguir allí de pie, observándome en silencio – Oye simpático, ¿te pasa algo? No me hacen gracia estas cosas. Si no nos conocemos déjate de numeritos misteriosos y lárgate.
Volví a girarme para darle la espalda, esperando que al hacerlo, ese hombre se esfumase y con él, todo aquello que sabía que estaba a punto de volver a mi vida. Pero fue todo lo contrario. Sentía que cada vez lo tenía más cerca.
– ¡Como te acerques un milímetro más, te juro te vas a arrepentir! – dije, intentando no levantar mucho la voz, pero de manera que pudiese oírme. – ¡Mierda! Ahora no, hoy no… ¡desaparece de una maldita vez!
– ¡Amy! ¿Con quién hablas?
– ¡Joder! ¡Qué manía con asustarme Sil! – levanté la cabeza sorprendida hacia mi amiga – con nadie importante, el simpático ese, que se la está buscando. – le dije, señalando con la cabeza hacia mi espalda.
– ¿De quién hablas? – las dos miramos hacia donde había señalado y allí no había nadie – Oye dime la verdad, ¿en serio se te han subido tanto las burbujitas?
– Pero si… pero ese tío… Se habrá ido al verte llegar. – ojalá.
– Debe ser que lo he espantado con mi horripilante presencia, no te digo. – me cogió de la mano y tiró de mí hacia la entrada del local – Venga, mejor, así ya no te dará el coñazo. El aforo está completo pero he conseguido que nos dejen entrar. Le he dicho al mastodonte que el dueño es amigo mío.
– ¡Tendrás morro! – me guiñó un ojo en señal de victoria – ¡Pero cómo me gustas, petarda! Venga, vamos a buscar a tu poli macizo.
La discoteca era impresionante. La decoración era exquisita, basada en tonos blanco, negro y morado, con algún toque de rojo. Sofás vintage con cojines y lámparas de araña que colgaban del techo, modernas pero con un toque retro. Las barras eran de cristal, como las mesas de los reservados que estaban separados del resto del local por unas finísimas telas que colgaban del techo, como el dosel de una cama antigua. En el centro, donde solía estar la zona de baile, había una barra en forma de cuadrado y alrededor de ella se reunía la mayor parte del mundo mientras bailaban disfrutaban de la noche.
Estaba abarrotado de gente. Así que nos costó llegar a una de las barras para pedir nuestras copas. Un camarero de lo más simpático nos atendió nada más vernos y cuando iba a pagarle me dijo que estábamos invitadas. No es que sea una de esas feministas en potencia ni nada de eso, pero me gusta saber por qué se hacen las cosas.
– ¿Y eso por qué viene siendo? – se me adelantó Silvia – Que por mí bien eh, no te confundas, si quieres pagarme las copas el resto de la noche, ¡acepto!
– Quizás deberíais mirar detrás de vosotras. – le contestó el camarero guiñándole un ojo.
Las dos nos giramos a la vez y creo que se me cortó la respiración al momento. Esos ojos azules me estaban mirando, a mí, y esa sonrisa… Silvia en cambio dio un gritito que estoy segura que se le escapó, porque al instante carraspeó para quitarle importancia.
– ¡Sorpresa! – dijo una voz de hombre. El acompañante de don ojazos, al que por cierto si no hubiese hablado, creo que no me habría dado cuenta ni de que estaba allí – ya pensaba que te habías olvidado de nuestro trato, Silvia.
– No lo habría hecho ni queriendo. – le contesto ella sin dejar de sonreír.
– Soy Juan, encantado – esta vez se estaba dirigiendo a mí – Y este es Alex, más que un amigo casi es como mi hermano.
– Encantada de conocerte… – dije sin apartar la vista de esos ojos que me todavía me seguían mirando – … conoceros, perdona. Me llamo Amy. – miré hacía Juan saliendo de mi trance, y por educación también. – Gracias por las copas, por cierto. No tenías por qué hacerlo.
– Siendo el dueño de todo esto, no creo que le suponga un problema, Amy. – dijo a media sonrisa. Alex me estaba hablando, directamente a mí. Madre mía, escuchar mi nombre saliendo de su boca me puso más tonta de lo que ya estaba – Encantado de conocerte, es todo un placer.
– Entonces supongo que Silvia no le ha mentido al gorila que hay en la entrada, cuando le ha dicho que el dueño era su amigo. Eso sí, sin saberlo todavía.
– Veo que eres una chica con recursos Silvia. – Juan no le quitaba el ojo de encima al vestidito que se había puesto mi amiga – Quizás tenga que volver a ponerte una multa para sacarte una invitación a cenar.
– Para invitarme a cenar no necesitas excusas. – pues sí que estaban buenos estos dos, ni cinco minutos llevábamos allí y ya estaban quedando para una segunda cita.
– Siento interrumpir este momento tan íntimo – se mofó Alex de su amigo – pero yo me tengo que ir ya, Juan. El deber me llama y en unas horas entro me toca turno en la comisaría.
– Madre mía, qué tendrá el cuerpo de policía que está tan bien dotado… de agentes. ¿A que sí Amy? – Silvia se había dado cuenta de que me había quedado impresionada con Alex, aunque no se imagina el motivo real.
– Yo… esto, creo que también me voy. Ha sido un día largo y necesito descansar. Te dejo en buenas manos, Sil.
– ¿Ya te vas? – me dijo ella.
– Te acerco a casa. – soltó Alex casi al mismo que tiempo.
– No te molestes, me cojo un taxi. Hay una parada justo en frente.
– No es molestia. Venga, vamos.
Después de despedirnos de los tortolitos nos fuimos hacia su coche, un Sirocco negro, casualidades de la vida, mi sueño de coche. Le indiqué donde vivía y sin más me acercó allí. No tardamos ni diez minutos en estar delante del portal.
– Veo que no eres muy habladora, ¿o sólo te pasa conmigo?
– ¿Cómo? – se notaba que no me conocía, todavía – No no, perdona, estoy tan cansada que las palabras me pesan. Pero en realidad soy una cotorra, aunque lo disimulo bien. – le guiñé un ojo mientras mostraba una de mis mejores sonrisas.
– Me gusta tu sonrisa. Esos hoyuelos que te salen al reírte me encantan.
– Son en anzuelo en el que todos picáis.
– Lo sé. – sonrió sin apartar sus ojos de mí. ¿Me estaba diciendo lo que creía que me estaba diciendo? – Quizás no te parezca bien la idea, pero ¿qué tal si nos tomamos algo un día de estos? Creo que tu amiga me ha dejado sin amigo. Me lo debes.
– ¿Qué te lo debo? – no pude evitar reírme – Si lo hago es porque me apetece y porque en dos minutos me has hecho reír lo que la mayoría tarda horas.
– Entonces creo que ya he ganado muchos puntos. ¿Cuántos necesito para que aceptes mi propuesta?
– De momento te has ganado la opción de que la acepte. Ahora sólo te queda encontrar en modo de que lo haga. – me bajé del coche y me giré de nuevo para despedirme – Muchas gracias por traerme, en serio.
– Ya te dije que para mí es un placer, además, no vivo muy lejos de aquí.
– Encantada Alex. Nos vemos…
– No dudes que así será, Amy.